
Recuerdo un fatídico día en el que me
disponía a abrir la puerta de mi coche cuando, tras palparme los bolsillos,
descubro que no dispongo de la llave. (Ya saben, esa curiosa herramienta que
nos facilita el acceso a su interior) Contrariado por el imprevisto, vuelvo a
casa convencido de que se me ha quedado allí.
Una vez en ella,
el primer lugar en el que miro es sobre la mesita de la entrada, donde
acostumbro a dejarla, pero curiosamente no está. Con la mosca detrás de la
oreja, me agacho y busco con la mirada en los alrededores de sus patas; no sea
que se me hubiese caído en un momento dado. – ¿Qué extraño? – Pienso en voz alta al
ver que tampoco está en el suelo. En ese momento tengo una visión que ilumina
mi mente de un modo poco habitual en mí. Haciéndome recordar, que a mi mujer no
le gusta que la deje ahí, de mala gana, sobre la mesita de la entrada; que
prefiere, que la cuelgue en el armarito de las llaves, junto a las otras.
Me dirijo raudo,
velos, hacia una cajita ínfima que se halla colgada en la pared, justo encima
de la renombrada mesita de la entrada. – ¡Anda! ¡Que curioso! No me había
percatado de lo cerca que está una del otro. – Exclamo sinceramente
sorprendido. Abro sus puertecillas de par en par, tirando con los dedos de unos
pomos diminutos, y asomo mi nariz prominente en su reducido espacio interior,
convencido de que mi búsqueda toca a su fin. Pero no es el caso. La llave no
está.
Se me pasa por la
cabeza, que es posible, que se me haya caído por el camino, por lo que vuelvo
sobre mis pasos escudriñando con la mirada cada recoveco del trayecto hasta el
coche y repito la operación de vuelta a la casa, pero nada.
– Quizá mi
mujer la ha cogido por error. – Me digo palpándome nuevamente los bolsillos,
por lo que decido llamarla por teléfono y preguntar. Cosa que hago sobre la
marcha.
En principio, la
conversación fluye con normalidad. Me permito el lujo de gástale algunas bromas
mientras ella diserta sobre lo maravillosos, guapos e inteligentes que son
nuestros hijo. Pero, cuando ingenuamente convencido de que se ha creado el
clímax adecuado me aventuro a exponerle el acuciante tema que me atañe, las
tornas cambian. En cuestión de milésimas de segundo, mi mujer, se “rebota” de
mala manera, dejando salir al exterior a la niña del exorcista que lleva
dentro. Expulsando por su boca, un sinfín de improperios, tacos, rayos,
centellas y de más anomalías verbales; que derriban mis defensas auditivas y
golpean mis tímpanos sin contemplaciónes, tal cual ondas sicodélicas de
chirridos discordantes. Motivo por el cual deduzco que llamarla no ha sido, lo
que se dice, una buena idea.
Admito que me veo
tentado de colgar el teléfono al instante, pero no lo hago, porque me consta,
por experiencia, que volvería a llamar reiteradas veces hasta que me viera
obligado a contestarle por puro agotamiento. Y en ese hipotético caso, tendría
el motivo añadido de haberle colgado para seguir descargando su cólera en este
humilde portador de una neurona, que se afana en enderezar el entuerto en el
que ahora se halla inmerso. En consecuencia, opto por dejar el teléfono
descolgado, mientras sus gritos aun salen del auricular atropellándose unos a
otros, y me alejo, en pos de recuperar la trayectoria de mi arduo periplo por
las sendas de esta incógnita tan apabullante… ¿Dónde está la dichosa llave?
Al alejarme, el
desagradable discurso procedente del auricular del teléfono disminuye hasta
adoptar un tono más moderado, molesto, pero soportable. Momento en el cual no
puedo evitar preguntarme: – ¿Cómo es capaz de hablar tan deprisa y
durante tanto tiempo sin hacer una pausa para respirar?...
Decido hacer
borrón y cuenta nueva. – Empecemos por el principio – Me digo, intentando
aclarar mis ideas. – A noche, cuando llegué, tenia la llave en la mano, y si no
recuerdo mal, la dejé sobre la mesilla de la entrada. Justo donde mi mujer no
quiere que la deje. Pero misteriosamente no se encuentra ahí. – En ese momento
lo veo claro. Aquí la única solución es entrar a saco y hacer un barrido
general de todo el apartamento. Así
que, sin preámbulos, me dirijo a la habitación de los niños, y sentado en el
suelo, empiezo a vaciar las cajas de juguetes una por una y a removerlos en
busca de mi preciado tesoro. No sería la primera vez que aparecen revueltas
entre ellos.
Sin hacer mención
al estado en el que dejo la habitación, una vez termino con ella, arremeto
contra el resto sin dejar un lugar en el que mirar.
Asalto al sofá
del salón, levanto todos los cojines y meto la mano por todos sus recovecos sin
excepción. De estar en su lugar, hubiese presentado una demanda por abuso
sexual, es más, dudo que el hecho de que estuviera buscando una llave fuera
considerado como circunstancia atenuante. Que le vamos a hacer, en circunstancias
extremas uno no puede andarse con remilgos.
Miro en los
cajones de mi mesa de noche, en las gavetitas del mueble del salón, debajo de
las alfombras, en la lavadora, en la secadora, pero nada.
Con los cuatro
pelos que me quedan en la cabeza completamente engrifados, me vuelvo a sentar
en el suelo, echando humo por las orejas por lo mucho que he hecho trabajar a
mi neurona. Así, desalentado, asumo que he cubierto todo el espacio que
comprende el apartamento sin obtener resultado alguno.
En un momento
dado guardo silencio, pues creo oír un ruido anormal tras unos libros en el
suelo. Me quito el zapato y me dirijo sin reservas directo al lugar de donde
proviene el sonido, dispuesto a descargar toda mi frustración sobra la posible
alimaña que osa invadir mi espacio. Pero para mi sorpresa, la alimaña, no es
otra que el dichoso teléfono descolgado que había caído al suelo escupiendo
intoxicado el interminable rapapolvo de mi mujer.
– ¡Dios mío! Aun
sigue ahí. – Susurro mientras me siento una vez más en el suelo, con un dolor
de cabeza indescriptible y la mirada perdida en el infinito. Así me quedo
cavilando en los posibles lugares en los que podría haber dejado la escurridiza
llave.
En esto, entra en
la habitación mi hijo sujetando una banqueta de plástico celeste con ambas
manos, y sin dejar de observarme con esa chispa ausente en la mirada, propia de
los niños de su edad, me pregunta: – ¿Estas malito Papi? – Y yo contesto – Sí,
muy malito, me duele mucho la cabeza. – A lo que él sugiere – Mami se pone
hielo en la cabeza cuando le duele. – Efectivamente, esa era una de sus
costumbres. – ¿Quieres hielo? – Me pregunta sonriendo con alegría. – ¿Por qué
no?... – Pienso. – Sí hijo, déjame unos cubitos.
Con el rostro
iluminado, feliz de poder hacer algo por su padre, pone la banqueta en el
suelo, junto a la nevera, se sube en ella de puntillas y malamente abre el
congelador. De un saltito atrapa un vaso de cristal y lleno de satisfacción me
lo entrega en mano.
– ¡Ah que fío tan
bueno! – Me digo, mientras me paso el vaso por la frente. – Que agradable
sensación, justo lo que necesitaba. – Así, permanezco un buen rato, hasta que
el contenido del mismo y el vapor adherido al cristal empiezan a derretirse.
Con las primeras gotas de agua que recorrer mi frente aparto el vaso y me quedo
observándolo mientras me sigo flagelando por la perdida de la llave.
Mi mujer sigue
con lo suyo al otro lado de la línea de teléfono, ajena, a que yo hace tiempo
que he dejado de escucharla. Mi hijo, se ha sentado con su banqueta justo
delante de mís narices, mirando cada uno de mis movimientos sin parpadear. El
apartamento es un autentico campo de minas. No hay por donde cogerlo. En mi
afán por encontrar la llave, no me molesté en volver a colocar las cosas en su
sitio.
Ante semejante
panorama, alzo el vaso con una mano, emulando a Hamlet de William Shakespeare
sosteniendo el cráneo, y cuando me dispongo a recitar el consabido “Ser o no
ser” me percato de una sombra oscura en su interior.
Como el hielo
está medio derretido, giro la mano de forma mecánica dejando caer al suelo el
contenido del citado recipiente. La piedra de hielo cae, estrellándose contra
el suelo, rompiéndose en mil pedazos y dejando al descubierto el secreto que
portaba en su interior.
Inmóvil, debido
al conflicto de emociones que hierven en mi interior, pregunto a mi hijo con un
hilo de voz: – ¿Por qué estaba la llave del coche en un baso de agua dentro del
congelador?... – A lo que él responde sin inmutarse: – Para que no se pierda
Papi.
![]() |
Ilustración ©MarcoASantanaS |
yrunay@gmail.com © Marco Antonio Santana Suárez
https://twitter.com/#!/MarcoASantana
http://relatossorprendentes.wordpress.com/author/marcoasantanas/
